(Diego Grillo Trubba, La mafia política. Renacerás de tus cenizas, Buenos Aires, Planeta, 2013)
El thriller
político no tiene una gran tradición en la literatura argentina. Quizás, porque
se lo asocia mucho con un subgénero norteamericano, típicamente best séller (y
más aun en el cine). Por supuesto que, si pensamos un poco, se nos van a
ocurrir varios ejemplos en contrario. Por lo pronto, a mí me gustaría recordar
la gran novela Agosto, del brasileño
Rubem Fonseca, dedicada a los últimos días de Getulio Vargas, entremezclados
con una trama policial engañosamente relacionada con ellos. Pero, en el ámbito
mayor (en todo sentido) de la literatura latinoamericana, habrá más ejemplos:
¿qué es Conversación en La Catedral
sino un monumental thriller político?
(Ambos textos tienen mucho en común con la novela de Grillo Trubba.)
Como curiosidad —o no tanto—, si uno guglea “thriller
político argentino”, la primera página de búsqueda refiere íntegramente al
filme El estudiante, de Santiago
Mitre, sobre el que
escribí hace poco. Quizás no sea tan extraño. Si El estudiante mostraba los mecanismos capilares de la “política
universitaria”, hasta cierto punto, como una sinécdoque de la política
nacional, La mafia política extiende el
procedimiento hasta que la parte casi coincide con el todo.
La novela cuenta, básicamente la historia de cómo el Cabeza,
un líder político del conurbano bonaerense, construye su camino hacia el poder
máximo. Va desde 1983, fines de la dictadura, hasta 1989, cuando llega a la
vicepresidencia. El Cabeza es el personaje más reconocible de esta novela à clef: desde su apodo hasta su bizarra
capacidad de sostener una damajuana en, precisamente, su amplio cráneo. Y el
hecho (fundamental) de ser un eximio ajedrecista. No coincide del todo con el
modelo (entre otras cosas) que su territorio
sea un partido del oeste del Gran Buenos Aires, “San Ceferino”, cuyos
resultados electorales definen los de la provincia y, por eso, los de todo el
país (incluso, esto es más rigurosamente cierto desde la reforma constitucional
de 1994, cuando se abolió el Colegio Electoral y se instituyó el país como
distrito único para las presidenciales).
Otros personajes son: Tony, exmontonero, hijo de un líder
histórico del distrito y padrino político del Cabeza; Rodrigo, un joven
semilumpen que se integra al delito semioficial regenteando prostíbulos y luego
asaltando blindados; y Jorge, un exmilitar que fue torturador del propio Tony.
Los tres son enemigos (literalmente) mortales, pero se ven forzados, por
distintas razones, a acoplarse al plan maquiavélico del Cabeza, en un
equilibrio inestable que es la clave de su táctica. Porque el poder es, para el
Cabeza, un juego de suma cero, pero en el que, en realidad, al final, hay
ganadores y perdedores. O mejor, un
ganador: él. La dinámica es hacer favores que deberán ser devueltos. La regla
de oro, estar en posición de permanente acreedor: cuanto más te deben, más te
tienen que pagar.
La trama avanza año por año, sin respiro, y aunque uno conoce
(o cree conocer) el final de la historia “real”, se ve impelido a llegar allí
por la atracción que ejercen los personajes y sus intrincadas interacciones. La
narración es clásica en su mayor parte, con prosa transparente y narrador
oculto. Pero incluye capítulos enteros totalmente dialogados, de dos maneras:
en unos, hay dos interlocutores, y muchas réplicas son silenciosas
(representadas por puntos suspensivos); en otros, sólo se oye la voz de uno de
los interlocutores, y las réplicas deben inferirse de esa voz. Este original
sistema, por un lado, hace intervenir al lector, exigiéndole cierto esfuerzo
para reconstruir diálogos que en verdad están incompletos. Y por otro, se
corresponden con una clave de la estética del autor de Crímenes coloniales: entender al personaje —tanto para el autor
como para el lector— es encontrar su tono, meterse en su voz.
En este sentido, hay una gran sutileza en que la “teoría”
política que rige la estructura (y la ideología) del texto no esté a cargo de
un narrador intrusivo, sino de la voz rea y falsamente indocta del Cabeza: “En
cierto sentido, llegar a la presidencia es un acto de magia. Hay que saber qué
fuerzas invocar, cómo combinarlas, como transformarlas en otra cosa… Hacer
política es mantener un sano equilibrio entre Hobbes y Rousseau. Evitar que [los
hombres] se maten, pero que tengan algunas de las cosas que necesitan. No
todas, porque ahí perderían el miedo y no querrían nadie que los gobierne…”.
Y, aunque sea injusto exigirle a una novela que cumpla con lo
que no se propuso, siempre es necesario cepillar un poco a contrapelo. Deudora
—como ya dije— del thriller, parece
inevitable que, en La mafia política,
la historia (a)parezca como un juego de ajedrez en la que los personajes (los
hombres) son sólo peones. No hay más fuerzas históricas, o productivas, que las
impulsadas o aprovechadas por el Cabeza, con todo éxito. No hay márgenes para
rebeldías ni para errores. Ni (aunque esto suene a un reclamo de “realismo
socialista”) para movimientos colectivos, genuinos, más allá de los
desencadenados por la voluntad individualista del líder. Y, si reclamamos un
esbozo de salida, ¡o un “héroe positivo”!, quizás caigamos en el varias veces
reprochado idealismo de Tony, el único que se acerca un poco a ese rol… (pero
acá debo interrumpir el relato).
No hay que magnificar su importancia, aunque alguna tiene la
final “Nota del autor”, que enuncia taxativamente: “El objetivo fue contar la
política argentina desde las bases económicas que la sostienen, es decir, el
delito”. Frase que bien podría haber suscrito Chandler (pero quizás no
Hammett).
En esa nota, Diego Grillo Trubba anuncia no sólo una
continuación (con dos volúmenes más) de La
mafia política, sino también un ambicioso proyecto que incluirá otras
mafias (sindical, empresaria, etc.). Saga de esa naturaleza completaría una
hazaña pocas veces intentada en la literatura argentina, aparte de Gálvez y de
Viñas (desde dos perspectivas ideológicas totalmente distintas entre sí y
distintas de esta que estamos viendo).
Ojalá se logre. Vale la pena el esfuerzo de comprender narrando, porque, como diría
el Cabeza: “La política… es la vida real”.
(Publicado en mayo de 2013 en la revista digital El Gran Otro.)
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