(Prólogo al capítulo “El
meridiano intelectual de Hispanoamérica”, en Marcela Croce ed.: Polémicas intelectuales en América Latina.
Del “meridiano intelectual” al caso Padilla 1927-1971, Buenos Aires,
Simurg, 2006.)
La polémica tuvo inicio cuando la revista española La Gaceta
Literaria publicó, en su número del 15 de abril de 1927,
una nota llamada “Madrid, meridiano intelectual de Hispanoamérica”. Como no
tenía firma, se atribuyó en primera instancia al director de la revista, Ernesto
Giménez Caballero. Pero luego se supo que el verdadero autor era Guillermo de
Torre, el teórico de las vanguardias, especialmente del ultraísmo, inclinación
compartida por su notorio cuñado, Jorge Luis Borges.
El autor plantea el tema del “meridiano” en una relación “profiláctica” frente
a dos problemas (que él mismo llama “puntos concretos
cuya resolución es urgente”) y que no siempre serán tenidos en cuenta en el
largo debate posterior, frecuentemente obnubilado por los dudosos brillos de la
palabreja central. Esos puntos son básicamente dos: la cuestión del latinismo y
el tema del mercado. Respecto del primero, propone: “Eliminemos, pues, de una
vez para siempre, en nuestro vocabulario, los espúreos términos de ‘América
Latina’ y de ‘latinoamericanismo’. Darles validez entre nosotros equivaldría a
hacernos cómplices inconscientes de las turbias maniobras anexionistas que
Francia e Italia vienen realizando respecto a América, so capa de latinismo. (...)
El latinismo intelectual entraña no menores peligros que la influencia sajona
en el plano político.”
(En una entrevista que le hace la Gaceta
a Guillermo de Torre, antes de su viaje a Buenos Aires en ese mismo año de
1927, el hombre insiste: “Es necesario (sin que esto implique
patriotismo) que la capitalidad máxima de nuestra literatura
—España-América— sea Madrid. Que Madrid sea el gran meridiano literario. No lo digo por restar hegemonía a cada una de las grandes metrópolis americanas, sino porque hay que reaccionar contra la influencia de París: la ‘América latina’ es un absurdo.”)
—España-América— sea Madrid. Que Madrid sea el gran meridiano literario. No lo digo por restar hegemonía a cada una de las grandes metrópolis americanas, sino porque hay que reaccionar contra la influencia de París: la ‘América latina’ es un absurdo.”)
Respecto del segundo punto, “nuestra
exportación de libros y revistas a América es muy escasa, en proporción con las
cifras que debiera alcanzar... el libro español, en la mayor parte de
Suramérica, no puede competir en precios con el libro francés e italiano... la
reciprocidad no existe... sigue dándose el caso de no ser posible encontrar en
las librerías españolas, más que, por azar, libros y revistas de América”.
Es una gran tentación considerar que el primer
problema (rechazo del latinismo) actúa como cobertura ideológica del segundo
(insuficiencia del mercado).
Veamos como se siguen modulando en las dolidas respuestas de los
españoles a las airadas respuestas de los argentinos (en el número del 1 de septiembre de 1927).
Giménez Caballero, luego de hacer honor por anticipado a sus posteriores
inclinaciones falangistas (“«Martín Fierro» ha dado a
nuestro editorial del núm. 8 una interpretación de campesino ofendido... ¡Cómo
se va a entender Madrid con quienes aspiran a forjarse una cultura a base de
candongueos y frases de mulato!”), apunta a un tema esencial en la
disputa, el lenguaje: “Ustedes creen que a nosotros nos asusta el idioma
argentino y los vocablos de color... Mándennos criollismos, verán que no les
tenemos miedo.” (Ramón Gómez de la
Serna va a dedicar casi todo su espacio a este problema, para
el cual ofrece una solución por lo menos discutible: contra “el idioma de los
argentinos”, el español como “lengua franca”, para latinoamericanos y europeos;
otra vez, el mercado.)
Guillermo de Torre, sin reconocer la autoría del editorial, pretende dar
una vuelta de tuerca, que en realidad resulta un retroceso: “... en el fondo de las argumentaciones amistosas enarboladas
por nuestro periódico, más que una tendencia a contrarrestar el influjo francés
sobre América —otorgando este predominio a España—, vibraba subterránea y
vehementemente una cordial incitación hacia la absoluta independencia americana”.
“Si hay algún enemigo que designar, es, sin
duda, ese latinismo baboso y confusionista, en el que se mezcla de propaganda
turística y hotelera de Francia, el trémolo acechante de Italia y el turbio
rencor de los emigrantes aun mal fundidos y vanidosos que quisieron borrar la
substancia española de tierras que —en el fondo— viven de ella todavía”, afirma
Enrique Lafuente, en quien el esencialismo deriva (como siempre) hacia un
racismo apenas disimulado, al que tampoco se resisten Francisco Ayala y otros
de los respondedores.
Gabriel García Maroto, por su parte, es muy hábil al proponer otra alternativa
del meridiano (coincidiendo avant la
lettre con Mariátegui): “... Méjico, en donde se fragua, intentando con
gran esfuerzo canalizarse, un movimiento artístico de poder sorprendente.
Méjico, en donde se puede afirmar que se encontrará, dentro de poco, el
meridiano artístico de América, meridiano que los jóvenes violentos de «Martín
Fierro» ignoro si atienden y estiman en sus valores efectivos”.
Una afirmación de César Arconada (“Yo siempre
pienso que se es nacionalista cuando no se puede ser universal”) tiene ecos proféticos
del Borges que quince años después la hubiera sucrito perfectamente.
Por fin, José María Sucre es el único que se atreve a una alusión
política sólo retomada firmemente por Mariátegui: “¿Que los camaradas de ‘Martín
Fierro’ han querido con sus diatribas dirigir a los peninsulares determinadas
insinuaciones de rectificación de la actualidad política? Este es ya otro
cantar u otro vidalito u otra sonsera, que podemos deletrear
conjuntamente cuando gusten.” Por supuesto, eso nunca se hizo.
Poco tiempo después, el 18 de septiembre, en el
número 38 de la revista italiana La Fiera Letteraria, A. R. Ferrarin
se atrevió a intervenir en la polémica con un “salvavidas de plomo”: afirmaba
que también había un meridiano en Roma, mucho más importante para los
sudamericanos...
El 1 de octubre, Francisco Ayala le respondió a
La Fiera
Letteraria con un artículo llamado “En torno al meridiano. El
minutero de Italia”. Y bastante después, el 15 de mayo de 1928, La Gaceta Literaria todavía se
dedicó a la cuestión italiana (“No quiere pasar por Roma el meridiano”), con
opiniones de escritores argentinos (Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas, Alfredo A.
Bianchi, Alfonsina Storni) que tampoco estaban de acuerdo con Ferrarin y, de
esta manera, hasta cierto punto, ofrecen una oportunidad de reconciliación con
los enojados españoles.
Todavía en 1929, como respuesta a una pregunta
de La
Gaceta Literaria
(“¿Cómo ven la nueva juventud española?”), Antonio Machado recuerda de soslayo
la polémica y trata de diluirla con una finta hacia lo universal: “Ninguno de
nuestros jóvenes representativos parece haber puesto su reloj por el meridiano
de su pueblo. Su hora aspira a ser mundial. Carece de la superstición de lo
castizo, y buena parte de su producción pudiera, sin mengua, traducirse al
esperanto.”
Volviendo a Borges, que siempre ofrece campo fértil para pensar los
problemas relativos a las identidades nacionales (y, por lo tanto, a los
mercados literarios), es bueno recordar algunos de sus célebres argumentos de
“El escritor argentino y la tradición”. Primero, que “la historia argentina
puede definirse sin equivocación como un querer apartarse de España”.
¿Cómo valora Borges esto, positivamente, como el romanticismo
revolucionario y sarmientino, o negativamente, como la hispanofilia del
Centenario? En el momento de la polémica, sin duda, está en la primera
posición, la de Sarmiento (que alguna vez, estando en España, cuando le
objetaron su propuesta de reforma ortográfica, contestó: “Éste no es un grave
inconveniente; como allá no leemos libros españoles; como Vds. no tienen
autores, ni escritores, ni sabios, ni economistas, ni políticos, ni
historiadores, ni cosa que lo valga; como Vds. aquí y nosotros allá traducimos,
nos es absolutamente indiferente que Vds. escriban de un modo lo traducido y
nosotros de otro”).
Segundo, y como para darle la razón a La Gaceta Literaria, su
“falacia de los amigos”, variante (criolla, al parecer) del argumento de
autoridad: según Borges, sus amigos gustaban fácilmente de libros franceses e
ingleses, pero difícilmente de libros españoles.
Es sorprendente lo que esto sugiere respecto del mercado literario argentino
(y, seguramente, latinoamericano); un campo escindido entre la literatura
extranjera, muchas veces leída en el idioma original, y una literatura popular
que era despreciada desde las páginas de una revista llamada, paradójicamente, Martín Fierro.
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